¿Qué decir de nuestros países en el extranjero?

Por David Arias 

Hoy que Colombia ocupa un lugar en las páginas de la prensa internacional, los colombianos y los latinos nos preguntamos una vez más: ¿qué decir de nuestros países en el extranjero? ¿Cómo hablar de lo que pasa en el país suramericano y en la región a quienes no son colombianos ni latinoamericanos?  

Se trata de dos preguntas que, por cuestiones de la vida y del trabajo, desde hace un tiempo me hago. Y es que, en efecto, una vez al año tengo la posibilidad de dar una charla sobre Colombia a un grupo de estudiantes de una universidad canadiense. Además de interrogarme sobre cómo ingeniármelas para expresar una idea o contar una anécdota en otro idioma, me planteo algunas dudas alrededor de los temas sobre los cuales voy a centrar la charla y desde qué ángulo o enfoque orientarla. Más allá de las habituales consideraciones que tienen algunos sobre si presentar las cosas buenas o las cosas malas del país, lo que me interesa resolver es de qué manera puedo hablar de Colombia de forma que ese público que me escucha pueda hacerse una idea más o menos completa de lo que es el país, conservando además cierto equilibrio ideológico e informativo (que no necesariamente ha de ser neutral ni objetivo). Además de esto, también me pregunto sobre aquello que le podría ser útil o de interés a esas personas si algún día visitaran el país (lo cual algunos ya han hecho), no con el ánimo de enseñarles a desenvolverse como turistas, que en general ya lo hacen y bastante bien, sino para informarlos del contexto social, político y económico de un lugar que eventualmente han visitado o visitarán.  

Si bien la coyuntura actual de protestas, manifestaciones y represión policial en Colombia exige reflexiones y sobre todo soluciones, quiero señalar, en primer lugar, que al lado de las anteriores consideraciones, existe un criterio lógico y pragmático desde el punto de vista del conferencista que termina por imponerse: hay que hablar de lo que se sabe. Y en mi caso, lo que sé sobre Colombia y en general sobre América Latina se lo debo a lo que he vivido y estudiado. Es por ello que lo que hablo en esas charlas lo hablo a partir de conocimientos adquiridos y experiencias que comparto con los estudiantes, quienes al fin de cuentas quedan al parecer satisfechos.  

Para dar una idea de lo que es Colombia, comienzo siempre por situar el país en el contexto regional de América Latina, para después mencionar algunos datos generales como número de habitantes (50 millones), tamaño (más de un millón de kilómetros cuadrados), regiones geográficas (Caribe, Insular, Andina, Pacífica, Orinoquia y Amazonía), principales ciudades (Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Cartagena, etc.), distribución de la población, estadísticas, algunos problemas y, en fin, informaciones de contexto. Hecho esto, me enfoco luego en un asunto que en razón de mi profesión debería considerar como mi “especialidad”, aunque en realidad sea un tema poco explorado y más bien desconocido tanto por nacionales como por extranjeros: el de la diversidad cultural y étnica de Colombia.


¿Cuántas personas podrían enumerar, por ejemplo, más de cinco o seis lenguas que se hablen en Colombia aparte del español? ¿Cuántas podrían estimar con mediana precisión la cantidad de grupos indígenas que existe en el país y las personas de origen africano? ¿Cuántas podrían decir dónde viven estas personas y desde hace cuánto ocupan nuestro territorio? ¿Sabemos cuánta población inmigrante hay en Colombia y por qué razones? ¿Podemos decir cuál es la etnia más numerosa, dónde viven y cuáles son algunas de sus costumbres y problemas? No sé si esto se enseñe en las escuelas y universidades colombianas. Tampoco digo que deba enseñarse o que a todo el mundo deba interesarle. Pero lo que sí creo es que el hecho de desconocerlo no solo nos priva de la experiencia de conocer mejor nuestro país y sus gentes, sino que además dificulta la posibilidad de crear una sociedad más abierta, plural e incluyente, algo que por supuesto nos trae algunos problemas. Este mismo ejercicio podríamos aplicarlo a otros países de América Latina. 

Hace un tiempo un profesor y lingüista peruano que visitó Colombia contó a un grupo de estudiantes que muchos ciudadanos presentes en el auditorio donde se encontraba para dar una conferencia desconocían que en Colombia se hablaban idiomas diferentes al español. A su pregunta sobre qué idiomas se hablaban en el país, los asistentes respondían: español, español. Aquí solo se habla español. Al lado de este desconocimiento (que sería interesante mirar cuán generalizado es), también están quienes sostienen que los indígenas y la gente afro de comunidades como la de San Basilio de Palenque no hablan idiomas, sino dialectos, y que en ese sentido el único idioma como tal es el español. A estas personas y a quienes por alguna razón están leyendo esto les preguntaría: ¿qué diferencia una lengua o idioma de un dialecto? Se trata de un debate que, según entiendo, ni los lingüistas han resuelto. Sin embargo, estoy seguro de que muchos sabemos o por lo menos intuimos que “dialecto” es un término que suele ser utilizado para  hablar de las lenguas de las minorías, como también para referirse a una lengua que se deriva o nace de otra. Entonces nos acordamos de que el español fue en su momento un dialecto del latín, pero la historia “quiso” de alguna manera que el latín, que era la “lengua” madre y en algún momento dominante, fuera cayendo en desuso, y que “dialectos” como el  portugués, el rumano, el francés, el italiano, el catalán, el español y algunos otros que se desprendieron del latín permanecieran y con el tiempo alcanzaran el estatus de “lenguas” o “idiomas” nacionales e incluso globales. Sin pretender ir demasiado lejos en este campo –que de por sí es apasionante–, la pregunta obvia es: ¿con qué criterio definimos entonces lo que es un dialecto? ¿Por su número de hablantes? ¿Por su

parentesco lingüístico con otras lenguas? ¿Por su antigüedad histórica? ¿Por el poder o la posición del grupo que lo habla en cierto contexto respecto a otros? Notarán ustedes que el término “dialecto” tiene entonces un uso político. Y notarán también que aunque no he dicho nada o solo muy poco sobre Colombia, vamos sacando algunas lecciones sobre la forma en que comprendemos y nos relacionamos con la diversidad cultural de nuestros países. 

Ya para terminar, vuelvo entonces al comienzo: ¿qué decir de lo que pasa hoy en Colombia? Se pueden construir muchas narrativas (lo que algunos llaman la “guerra de las narrativas”), pero los hechos indican que no se trató únicamente del malestar generado por una reforma tributaria, sino del resultado de muchos conflictos sin resolver y de demandas sociales largamente aplazadas. ¿Podría decirse que lo que buscan los manifestantes colombianos es cambiar el statu quo? Seguramente. Y cambiar ese statu quo implica obviamente desestabilizar el orden de ciertas cosas sostenido por grupos y estructuras políticas y económicas, así como por mentalidades largamente arraigadas. De ahí la respuesta agresiva de algunos sectores y autoridades: reprimir la protesta como forma de evitar que se continúe en ese proceso de cambio, desestabilización y remoción del statu quo que se ha iniciado con las marchas. Lo que pasa en Colombia ya ha sucedido recientemente en otros países de América Latina con salidas diferentes. Los colombianos aún no tenemos respuestas claras sobre lo que pueda suceder en adelante, pero creo que estamos ante dos escenarios que pueden producirse de manera simultánea y con intensidad diferente en las regiones: por un lado, un escenario de endurecimiento de la respuesta armada y autoritaria de represión frente a las manifestaciones (al fin de cuentas, todo cambio genera miedo); por otro, el de una posible apertura impulsada por un movimiento ciudadano que, habiéndose anotado varias victorias (retiro de dos reformas –tributaria y de salud–, renuncia de dos ministros, visibilidad internacional del problema, entre otras cosas) busca cambiar las políticas de un gobierno que, desgastado y para algunos ilegítimo, le apuesta al desgaste y la deslegitimación de la protesta social.